jueves, 27 de enero de 2011

Clandestinidad

(La vi partir ayer, no fue por el espejo que se alejó, se perdió por una rejilla del baño, su hogar) 

La neurastenia había convertido mi cuerpo en andrajos, un par de tiras viejas sin compostura posible. Entendí (después de ver que la bestia se fuera) que solo iba a lograr la calma si lo enchufaba a un toma corriente u al artefacto correcto. Tuve la certeza, sí, que solo una descarga eléctrica, allí donde se dirimen mis pulsiones, contendría los ataques espásticos de mi alma y mi mente un miércoles por la noche.

(Y ella que se perdía en la oscuridad; y yo que lloraba dolores; y ella que reptaba cañerías hediondas por las heces de la vecindad; y yo que me anudaba en ardores; y ella que desde su clandestinidad me gritaba que volvería, que no me abandonaba, que nunca lo haría, porque así son los demonios, que fiel, como nadie, me acompañaría hasta el último de mis segundos; y yo que desgarraba mi aliento, por no poder desmembrarme y ver ahogados mis gritos... y ella, que desde la oscuridad y en un susurro me dejaba oír sus deseos, "nos vemos en Buenos Aires, me dijo, te espero en el baño de tu nueva casa, te veré desde otros espejos, me ovillaré en otras miserias")

El ibuprofeno ayudó a calmar algún dolor superficial, pero mi cuerpo continúa hoy poseído por su ausencia.

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