lunes, 19 de marzo de 2012

Motel

Ayer pasé la noche en el útero de mi madre. Atrapada. Un habitáculo de techo abovedado, con azulejos en las paredes y techo de piedra, una especie de cueva.

El Minotauro no estaba allí, había huido y el hecho me angustió. Hubiera esperado encontrarlo y que su espada espesa, hundiéndose en la carne, la mía, me proveyera muertes, tamañas y definitivas. Pero el Minotauro no estaba ahí. En el piso, desnudo, estaba el carretel en el que alguna vez se enrrollara el hilo de Ariadna. Lo patié, con fuerza, sí, con resignación, también.

Cuando me recosté en el suelo, después de una hora de dar vueltas en círculos, tocando las paredes, esperando dar con una puerta u orificio de salida, inútilmente, los vi. Pendían del techo. Eran fetos, cientos, miles, o tal vez dos, mellizos, quizas gemelos.

Los vi, recostada boca arriba, como quien se tiende en la noche a ver un cielo estrellado. Eran gusanos en capullo, larvas, orugas, eran murciélagos sin ojos, colgantas en la noche, durmientes sin belleza, misiles cargados de esquirlas, laceraciones y devastación, estlactitas, dagas, la espada del samurai o gotas de agua, cayendo para mojarme, banñarme, cubrirme, ahogarme.

Eran fetos, cientos, miles, o tal vez dos, mellizos, quizás gmelos. Eran el Minotauro, colgando del hilo de Ariadna.

Ayer pasé la noche en el útero de mi madre.

Muerta.

No nata.

Alumbrada.

lunes, 5 de marzo de 2012

Tratado arbóreo, extracto del grimorio vacuno

La rubia de Aquitania siempre lo supo, el grimorio vacuno descansaba sus páginas en una estación de la línea A del subte de Buenos Aires.

Cuando me refirieron el caso, me comentaron que cada capítulo del libro era un tratado en sí mismo -sentí una curiosidad inmediata por conocer más-. Claroscuro, sin embargo, me respondió que no era el momento. Sólo debería contentarme con algunos pasajes.

Había conocido a Claroscuro en la víspera de carnaval. Me había citado en un sótano de la calle Suipacha, en pleno microcentro porteño. Durante nuestros encuentros, que duraron un mes, él siempre se mantuvo en un rincón de la habitación, donde la diáfana luz de un velador le iluminaba porciones del rostro, hecho que me impidió hacerme una representación completa de su fisonomía. Sólo su voz, que era como la de Tom Waits -cuando hablaba, parecía que minutos atrás se había hecho gárgaras de whiskey- me permitía construir un ideario sobre su persona y revestir con atributos variados y heterogéneos su carácter.

- Aquí hay, le entrego -me dijo escuetamente- unos extractos de un capítulo del grimorio vacuno.

Era un tratado arbóreo. Transcribo a continuación uno de sus pasajes.

“Viven. Nadie lo sabe, pero viven. Los árboles son mujeres, mujeres en celo. Las ramas son sus piernas y en cada bifurcación poseen una vagina. Las lluvias de febrero: el semen que las nutre. Con él se regocijan. Ellas, los árboles, tienen la cabeza enterrada, su cabellera se expresa en raíces que crecen y se enmarañan en la tierra, la misma tierra que asfixia sus orgasmos para que nadie los escuche. La tierra las mata, pero viven. Ellas viven.”

Alguna vez la rubia de Aquitania me había hablado sobre el grimorio vacuno, me había dejado intuir su ubicación. Hoy sé que existe. Aunque el texto que me diera Claroscuro, no hizo más que desconcertarme.


 http://youtu.be/C49H3aWdiK8

jueves, 1 de marzo de 2012

Ellos mueren

Los vecinos se suprimieron ayer, se suprimieron las ganas primero y la vida se les fue después, por decantación del suceso anterior. Festejaban en el jardín trasero del edificio en el que habitamos. Cuando los vi ya eran inexistentes. Solo sus ausencias bailaban debajo de las guirnaldas de colores y las bombitas encendidas, luciérnagas de vidrio ordinario que una noche de verano, sin sueño ni Shakespeare, zumbaban suspendidas por cables, epilépticas, antes de quemarse, quemarlos, quemarme el rostro, los brazos y la respiración, que chamuscada, con olor a plástico derretido adquirió una fluorescencia venenosa propia de las cosas inertes, como el bicho bolita que aún muerto caminaba por la cabeza de Rauco el almacenero, usándole los pelos como tobogán, porque su cuerpo era un parque de diversiones para los bichos y la mugre, por eso dejé yo de comprarle queso, ese que fabrica Celmira, que tiene un plan discutible de exterminio de viejos de más de ochenta. Ella dice que los viejos de más de ochenta son los únicos que le compran el queso a Rauco, pero yo quisiera decirle que no todos los viejos del mundo compran el queso en ese almacén ni es lo único que comen. De cualquier manera ella fabrica quesos con fermentos que provocan una gastroenteritis asesina que termina con la vida de los viejos, porque en el estómago, después de que lo comen, les crecen moscas. Las moscas crecen, crecen como lo hacen las plantas de uñas que Celmira le adelanta a Prístina que le van a crecer en la panza si se las sigue comiendo. Prístina tiene cuarenta y cinco años, pero una meningitis que tuvo a los ocho le estancó la mente en esa edad biológica. Celmira lo resume como retraso mental, pero yo no creo que sea un retraso, sino algo que se atrofió y dejó de desarrollarse.