lunes, 25 de julio de 2011

El parto (Serigrafía malograda 4/9)

Los diez sefirot colgaban del árbol como frutos jugosos. Olían a higo, sabían a damasco, chorreaban mieles, pero en realidad eran úteros.

Los contemplé de noche, esa noche fría, los contemplé mientras jugaba con algunas de mis vísceras que andaban a cielo abierto, regocijándose con el aire gélido del otoño, ensayando coreografías y cantos paganos de una época en la que no habían sido concebidas, pero que encontraba registro en las almas errantes de los que nos antecedieron. 

A los úteros con gusto a damasco y olor a higo les chorreaba miel y a mi me recubría una savia amarga que me había alcanzado y que provenía de un bosque que alguna vez habité.

Miré los diez úteros que colgaban del árbol de la vida y me pregunté si su interior estaría tan deseoso, como mis vísceras, de andar a cielo abierto.

Bajé un útero del árbol, me permití arrancarlo, curiosidad tal vez. Lo mordí, pero estaba seco, como un tasajo. Hice lo propio con el resto y todos estaban pasados. Su olor era ficiticio, no sabían a damasco, ni chorreaban mieles, solo atesoraban como producto unas semillas secas, vencidas.

Concluí que de ellos nunca vería elemento capaz de ensayar danzas y cantos paganos a cielo abierto, esos de los que se tenía registro en los ojos velados de los muertos.

Lloré.

viernes, 15 de julio de 2011

El parto (Serigrafía malograda 3/9)

Pensó en géneros diversos y comenzó por evaluar las sedas, pero eran demasiado brillosas, suaves y permeables, había de un montón de colores y con muchos motivos: flores, pequeñas, grandes; rombos, arabescos y una escena de la primavera china del mil ciento cinco. Nada la convencíó. Vio unas gabardinas fuertes, pero eran demasiado simples y hasta quizá algo incómodas para el propósito que tenía en mente, los colores tampoco ayudaban, deslucidos y pálidos, grises y marrones, no le sentaban a su idea.

Entendió entonces (aunque quizá pasó más por un deseo que por un entendimiento) que la recreación del útero en el que había elegido ahogarse dentro de algunos días tenía que ser lo más real posible. En ese momento una exitación feroz se apoderó de su corazón y le sacó el aire, no sólo sabía con qué debía fabricarlo, sino que también comprendió qué materiales debía utilizar para autoadministrarse una muerte feliz.

Preparó el comedor de su casa, corrió los sillones, la lámpara de pie que siempre estorbaba, la mesa ratona y los pufs roñosos, llenos de pelos del gato persa que ayer le regalara a Josefa, la vecina.

Bajó las persianas. Veló la luz.

Luego dispuso una camilla, algunas mesas de trabajo y una máquina de coser, todo contra una pared que habia dejado despejada, asegurándose que el centro del ambiente quedara libre, pues allí pondría un tanque australiano que, recubierto internamente con el material elegido, contendría el líquido amniótico. Inmersa en él, embrionada, gestada, parida, la muerte le chuparía la carne y escupiría sus huesos.

Cortó aproximadamente unos doscientos úteros de vaca, quizá fueran demasiados, no lo sabía, pero tenía que asegurarse de que pudieran recubrir el interior del tanque.  Los cosió con cuidado y selló los orificios para que el líquido que lo llenase no se filtrara.  Día y noche trabajó doblada sobre la máquina de coser hasta que pudo terminar la tarea. Cuando concluyó, miró hacia la camilla, acostada en ella, dormida, sedada, aguardaba su madre, esperando la disección, esperando aportar con su útero, aunque unos pocos retazos, el material perfecto, insustituible, al proyecto de su segundo alumbramiento.

martes, 5 de julio de 2011

El parto (Serigrafía malograda 2/9)

Pujaba y pujaba y nada, estaba vacía, en nueve meses solo había gestado aire. Era desesperante, no podía entender qué era lo que había sucedido. Si ella misma había visto su producto en las ecografías, se movía, se chupaba el dedo, si hasta había podido identificar cierta expresión familiar en la mirada del niño. Hubiera jurado que tenía los ojos del tío Pedro y las manos de la abuela Serafina, pero nada, solo aire despedía con cada pujada.

Con esfuerzo se incorporó un poco y entre la transpiración y los dolores del parto que le arrancaban lágrimas y le enturbiaban la visión pudo ver, aunque difusamente, a la partera; tenía sus manos en posición esperando a la criatura gestada y cara de desconcierto entendiendo que en esa sala, en esa hora crítica, sólo la nada sería alumbrada. Entonces escuchó la voz de un médico viejo, un obstetra, de esos que todo lo han visto. Había llegado de emergencia al lugar. Entendiendo la gravedad del caso le pidió calma y le aseguró que iba a tener un bebé, aunque tuvieran que insertárselo.

Le explicó que no era sano parir aire y, con cierta docencia, elaboró sobre las complicaciones que eso acarrea. Entonces le comentó sobre un trabajo de inducción previo que era necesario realizar, con minucia y con arte, para manejar la situación. Ella vio la sonrisa amplia del médico antes de que la ocultara detrás del barbijo, y también vio la barbie hawaiana que sacó de su maletín negro y que inmediatamente después le insertó con calma y delicadeza, pero sobre todo con pericia, en la vagina, mientras le decía, siga mis indicaciones atentamente, deje de pujar por unos instantes. ¡Perfecto! Ahora succione. Succione. Succione. Una vez más, ya casi, ya casi. ¡Listo! Descanse. En unas horas nada más le practicaremos la cesárea.

Va a ver, tendrá una hermosa niña con rasgos de muñeca, le dijo con voz de de pandereta, triángulo y toc toc, le acarició la cabeza y abandonó la sala*

* Basada en una historia real