sábado, 27 de diciembre de 2014

Arroz con leche (Del cancionero popular, infantil y feminista, para niños y niñas)

Cuando Alicia vio a la reina de Corazones, no se sorprendió de que estuviera sentada junto a la de Trébol. Ambas cantaban una canción que a ella le resultaba familiar, aunque la letra era distinta de como ella la recordaba:

Arroz con leche, quiero conocer, a una señorita del valle de Andrujak,
que de los derechos haga una bandera, que muy alto la pueda izar,
y que juntas abramos puertas para ir a luchar. 

La reina de Corazones tomó de la mano a la reina de Trébol, se levantaron y juntas bailaron abrazadas, dando pasos hacia el este primero y al oeste después, siempre avanzando.
 
Con ésta sí.

La reina de Corazones soltó la mano de su amiga y la señaló con el dedo índice, al tiempo que asentía con la cabeza.

Con ésta sí.

La reina de Trébol imitó los movimientos de su compañera.

Con ésta sí,

Dieron un salto, una media vuelta, se ubicaron mirando al frente y comenzaron a marchar.

con esta señorita sí lucho yo. 


martes, 15 de enero de 2013

El falso problema del olor y las representaciones mentales


Puede ser que haya estado en el bosque semanas, meses, no lo sé. Mi única certeza fue que el bosque se volvió, en cuestión de segundos, un viejo conocido.
Lo recordé de las noches de verano, en casa de mis padres, antes de que Celmira me raptara, cuando parecía una ensoñación que seducía, una puerta a otra dimensión, una isla en algún lugar, a la que me hubiera gustado migrar o que tan solo me hubiera conformado con tocar. Era una especie de holograma que se presentaba ante mí, flotando, vivo; vivo, porque claramente sentía; luego de aspirar energía exhalaba un dolor que yo inspiraba y vomitaba por mis poros, ardidos e irritados por el proceso
El bosque contenía ese dolor en su garganta y en una víscera que no fueron cartografiadas por ninguna mano en ningún mapa, pero que se reclaman evidentes ante ellas mismas cuando ellas mismas se constituyen en  el tribunal que las juzga (las teme) no ciertas.
El bosque aparecía en el medio del cuarto que tenía en la casa de mis padres, generalmente cuando el calor caía sobre los mi, sobre los nosotros de la ciudad que por diferencias sustanciales era imposible contener en los mi, caía como cae cualquier cortinado hediondo de humedad, transpirado, como las pieles de todos los que aún teniendo un turbo de pie, no llegábamos a refrescarnos en esos veranos sofocantes. Se presentaba, el bosque, como una imagen en tres dimensiones, con ese olor a alcanfor aferrado que el verano le ayudaba a despedir. Porque el verano ayuda a que los olores se despidan, se acentúen y se constituyan en una superposición, una adyacencia o hasta un vecindario, sin forma y sin cuerpo, un garabato difuso y amorfo, imposible de ver, pero tan evidente como la imagen del bosque en sí.  A veces pienso, que todos los olores que sentimos en un día ordinario de nuestras vidas, se corresponden a esas imágenes, esas otras dimensiones, otros mundos que se nos abren, pero que casi nadie ve, aún cuando flotan delante de nuestras narices. Pienso a estos mundos infinitos, tan infinitos como nuestra ceguera que no los reconoce (podría aquí excluirme del conjunto)
Muchas veces, siendo que yo solo he visto al bosque y sentido su olor a alcanfor, me he preguntado, con qué imagen se corresponderá el olor a guiso de gallina, ¿será un pueblo?, ¿será un callejón?, ¿un mercado? o simplemente ¿un gallinero?

sábado, 27 de octubre de 2012

Las servilletas en composé

Eran las cinco de la tarde, era la hora del té. La mesa estaba servida en el jardín de la casa del bosque. Espié la escena escondida entre los árboles. Todo tenía aspecto de abandonado, pero estaba en uso, ¿cómo lo sé?, no puedo darme una idea, pero es seguro que es así como lo estoy contando. 
 
 La mesa era larga, se ve que para recibir a bastantes invitados, fácilmente cabrían ocho de cada lado, sin contar las cabeceras, el mantel era floreado y las servilletas ralladas, pero estaban en composé. Nunca entendí eso del composé, Celmira me lo había explicado, pero para mi no combinaban las flores con las rayas, por más que los colores fueran los mismos. Esa era una discusión que Celmira y yo teníamos con frecuencia. Celmira amaba el composé. Algunas veces llegué a creer que bastaba con que Celmira amara algo para que yo lo odiara y en esa misma lógica también he adjudicado, en bastantes oportunidades, no quisiera decir que fueron innumerables, porque estaría exagerando, el hecho de haber llegado a odiarme a mí misma tan solo por saberme amada por Celmira.
  
Fue a las cinco de la tarde y fue a la hora del té cuando me di cuenta que el país al que yo había denominado... de los gusanos, al que desde que me había bajado del colectivo creía vacío, estaba habitado.
  
Yo no podía verlos, pero ellos estuvieron allí todo el tiempo, todo el tiempo que yo estuve aquí, ellos estuvieron observándome. Cómo me gustaría encontrarme ahora con Rapsodia, la madre de mi tío para contarle que los muertos viven en un lugar después de que se mueren, que no se los ve, pero que están, que tienen casas en los bosques, que tienen puertos y pueblos y que se sientan en mesas de madera con manteles y servilletas que no combinan a tomar un earl grey, negro aromatizado con aceite de bergamota, o un ceylon y comer toda suerte de masas.
  
Es que a las cinco de la tarde, a la hora del té, fue que me di cuenta que el país de los gusanos era en realidad el país de los muertos.

lunes, 25 de junio de 2012

Siete veces siete

> Me cuesta encontrar arraigo en una hoja en blanco tanto como en un país, asevero hoy.
>
> Me cuesta que el sociego me alcance mientras mi ansiedad se desliza por los renglones, como si fueran un tobogán (algo similar me pasa al transitar las geografías y algunas capitales; hoy entiendo)
>
> Hoy me cuesta el hoy que define su trayectoria a la madrugada, a las tres y treinta y tres. Tres veces el tres que me apuñala los sentidos, y también el sentir, tres veces el tres se multiplica. Multiplicador me tortura, hoy, así, sin más.
>
> Y todo es irreal en este mundo onírico por el que deambulo. ¿A quién le importa el tres?, me pregunto, si yo, la única multiplicación que busco, es la del siete, siete veces siete quiero, sin retruco, ni flor ni contra flor al resto. Cuánto mucho, permitiría que me echen una falta envido. Cuánto mucho...