miércoles, 19 de enero de 2011

Al descubierto

Todavía recuerdo cuando el bosque estaba espeso, veía la salida, pero era imposible llegar, estaba al lado mío, pero el bosque me comía. Una y otra vez masticaba mis piernas y ensangrentada y dolorida, sin miembros, como los pájaros que se estrellan y estallan en mi ventana y en mis sueños, no podía, no podía, no podía respirar.

Pasaron algunos años desde aquella espesura hasta encontrar algún blanco, que no es otra cosa que una cárcel, distinta, pero cárcel al fin, porque está claro -siempre lo estuvo- que todas son cárceles. La periferia no existe y la libertad tampoco.

Pude salir, pero mientras camino siento las lanzas que me pasan silbando cerca, algunas me traspasan, toscas -son de madera y no tienen acero suave, pulido y condescendiente que me quiera-, me abren la piel y los órganos, brutas, sin delicadezas, no son sutiles, se astillan y me quiebran. Me quiebran toda. Cada astilla es un nuevo dolor multiplicado. Hoy tampoco puedo respirar.

Quisiera hacer revisionismo de mis dolores, catalogarlos, acomodarlos por itensidad. Quiero saber que tan grande es este dolor en comparación a los pasados. Sólo eso me traería un poco de calma esta tarde.

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