La bestia me mira por el espejo, no está en la habitación, ni en el baño, pero sí está en el espejo. Hoy lo habita. Me mira, decía, y se sonríe, sabe que mis intentos son vanos. ¿Piensa que yo no puedo contra los pájaros?
El bosque crece, se agiganta y me encierra, de repente no son árboles ni hojas, solo cuervos, algunos negros y otros azules los que lo conforman.
Las vacas se fueron, la buscaron a ella, me consta, pero inútil era su búsqueda, ella nunca estuvo ahí.
Un colibrí chupa mis intestinos y el esqueleto de un gorrión anida en mi útero, yo sé que hubiera querido mi hígado, pero no encontró el camino, como las vacas, que nunca llegaron a Santiago de Compostela.
En el pasillo hay olor ajo. Me río. La bestia se da vuelta en el espejo con la intensión de dormir y yo me siento en la bañera a esperar que el hedor a pájaro se conjugue con el del ajo y juntos se me unten en la piel. Pienso, si por lo menos oliera a vaca.
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