lunes, 13 de diciembre de 2010

Conjugados

Me baño, pero no puedo sacarme de encima el maldito olor a pájaro muerto que entra por las rejillas de esta casa. Ya no sé con que refregar mi piel, el olor llega y se me pega, el agua que cae caliente, hirviendo sobre mi cuerpo no lo derrite, no lo quema, no le hace mella, ni siquiera lo limpia.

La bestia me mira por el espejo, no está en la habitación, ni en el baño, pero sí está en el espejo. Hoy lo habita. Me mira, decía, y se sonríe, sabe que mis intentos son vanos. ¿Piensa que yo no puedo contra los pájaros?

El bosque crece, se agiganta y me encierra, de repente no son árboles ni hojas, solo cuervos, algunos negros y otros azules los que lo conforman.

Las vacas se fueron, la buscaron a ella, me consta, pero inútil era su búsqueda, ella nunca estuvo ahí.

Un colibrí chupa mis intestinos y el esqueleto de un gorrión anida en mi útero, yo sé que hubiera querido mi hígado, pero no encontró el camino, como las vacas, que nunca llegaron a Santiago de Compostela.

En el pasillo hay olor ajo. Me río. La bestia se da vuelta en el espejo con la intensión de dormir y yo me siento en la bañera a esperar que el hedor a pájaro se conjugue con el del ajo y juntos se me unten en la piel. Pienso, si por lo menos oliera a vaca.

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