miércoles, 30 de marzo de 2011

El conejo

Lo trajo la bestia, lo dejó en el baño. Ayer a la noche cuando entré a casa lo vi, movía su boca como royendo blasfemias de un tiempo enquistado en ella, en él, en mi. Era blanco y tenía esos particulares ojos rojos. ¡Herencia de los de su especie!, afirmarán muchos, pero no yo, no, yo sé que sus ojos, son los ojos de la bestia. Sus ojos son el espejo de la bestia. Y también su retrato.

Ella había partido hacía varios días, estaba enferma, la había oído agonizar. Agonizaba como lo hacen los pájaros de mis sueños, moría con la misma cadencia, envuelta en los mismos ardores, cargando el dolor de esas deudas que no se saldarán nunca. Las de ella, las de él, las mías.

Y mientras se desangraba en geografías que no me había sido dado conocer, la bestia ennvió a su emisario, lo dejó en mi baño.

Decidí ignorarlo.

A la madrugada me desperté con un dolor insoportable en el pecho. Estaba sangrando. Encendí una vela para ver la herida y meterme en ella, bucear por mis venas, cuando lo vi. Estaba en un rincón mirándome con esos ojos rojos, roía tal como lo hacen los de su especie. Roía mi corazón y la yema de mis dedos, los de las manos.

Lo maté en silencio y respirando pausadamente. Comí, antes del amanecer, su carne cruda, pero tierna. Podía cargar con otra deuda, pero no iba a lidiar con el emisario de la bestia.

Ella me quería a mí, me quería a través de él. Ella me buscaba a mí, me buscaba a través de él. Me repetí esto unas cincuenta veces antes de ponerle a las frases una melodía de canción de cuna y, sin corazón y sin yemas en los dedos, volver a la cama para conciliar el sueño.

Quizá vienieran los pájaros.

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