lunes, 2 de enero de 2012

El cartógrafo

El treinta y uno de diciembre a la noche, precisamente a la hora en la que el tiempo muda ropaje y se reinventa, mejor dicho se renombra, comencé una peculiar exploración de nuevos canales de aproximación a los intersubjetivos.

Había diagramado ya un primer mapa de personas vinculadas entre sí y por supuesto conocidas, que a mi entender podrían formar parte de la intersubjetiva, pero aún no estaba convencida de que estuviera transitando el camino correcto. Necesitaba ahondar más en el asunto.

La mañana del treinta y uno me había recluido en el baño y sentada en el bidet perdí la mirada en el espejo esperando que apareciera la bestia. No se demoró demasiado. Sus ojos profundos, llenos de la nada y del todo, del aire helado que despide el frízer de mi heladera y del calor húmedo y agobiante de un mediodía en el puerto de Veracruz preguntaron, a la usanza de Dartagnan y sus mosqueteros, ¿quién vive? Hubiera preferido que la pregunta fuera hecha según el homérico Ulises, dije, ¿quién es tu padre, tu madre –extranjera- y cómo te nombran allí donde habitas?, pero la bestia me respondió a través de sus ojos que no le importaba mi preferencia e insistió, ¿quién vive?

Y su mirada dicha, hablada, llagó mi piel.

Con el cuerpo ardido de ampollas y en una secuencia de susurros dolidos le respondí, viejas conocidas somos, bestia, necesito tu ayuda, vos que habitás bosques e infiernos y que te alimentás de mis tripas y mi alma en tus tardes de hastío, decime, ¿voy por el camino correcto? ¿Son estos los intersubjetivos? Y le mostré la libreta rayada donde había esbozado el primer mapa.

Sus ojos rieron anchamente, las respuestas las tiene el cartógrafo, esperalo esta noche, cuando la hora anuncie el cambio de año, dijo sin metáfora y desapareció en el espejo.

Como decía en un comienzo, el treinta y uno a la noche comencé la exploración de nuevos canales que me acercaran a la intersubjetiva. Sentada en el bidet, mientras afuera el cielo se iluminaba con fuegos artificiales, yo esperaba al cartógrafo. El cartógrafo no era más que una boca de labios finos, pero bien poblada por dientes blancos y parejos, que se iluminaban como un juego simon, con melodía de tambores y xilofón, un corazón que no latía y un intestino espasmódico.

El cartógrafo apareció reflejado en el agua del inodoro.

(Fragmento de la novela Alicia)

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