miércoles, 29 de junio de 2011

El parto (Serigrafía malograda 1/9)

La noche febril hacía que el pasto transpirara y el cielo enllagado de estrellas que no marcaban más norte que el de la desesperanza, ardiera con los olores de un puchero de gallina.

El invierno, que era crudo a esa altura del año, cuando la primavera ya había alcanzado su madurez, no parecía importarle a ella, porque su vientre henchido, no por la desazón, mucho menos por la angustia, temblaba de ansiedad con cada espasmo. El momento del parto se acercaba, si hasta las vacas, que hacía más de una hora habían llegado al lugar, regurgitaban canciones de cuna anticipando el alumbramiento.

Suspiró, sonrió y perdió la mirada en la noche febril, en las estrallas llagadas sin norte. Entonces, el aliento punzante de la muerte le sostuvo la mano, cariñosamente, mientras las contracciones llegaban. Primero parió su ombligo, luego un ternero, una bandada de pájaros y minutos después su estómago.

No fue hasta en la última pujada que ella, que se moría por parir, dio a luz al feto.

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