lunes, 15 de noviembre de 2010

Seco

Corrió toda la noche.

Al principio corrió en sus sueños y luego siguió corriendo ya despierto, incluso corrió despierto mientras soñaba.

Del cuerpo le habían extraído el líquido, tenía la garganta ardiente y la boca áspera, las manos secas y las uñas resquebrajadas, como papel quemado que se deshace de tan solo mirarlo. Sus piernas eran un desierto curtido y la cara, la cara se le había agrietado.

No le quedaba saliva. No le quedaba escapatoria.

El aire que lo inundaba mientras corría, que le pegaba de frente, se le metía por todas partes, por la boca y la nariz, los oídos, los poros, por los poros se le filtraba la muerte.

Llegando a un páramo cayó derrotado, sus ojos se habían vuelto duros, escurridos, sus huesos se habían desgranado, no tenía estructura que lo sostuviera. Si con lo último de sus fuerzas hubiera podido avanzar, hubiera tenido que elegir hacerlo reptando.

No lo hizo. Esperó la muerte.

Para el pájaro que llegó a comérselo, él, que alguna vez había sido un ser, no era más que un tasajo cualquiera.

El pájaro comió de acá y de allá, picó sus ojos y su lengua, algo de sus muslos y sus pantorrillas, quizá algo de su abdomen.

No pudo terminar de comer.

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