lunes, 19 de marzo de 2012

Motel

Ayer pasé la noche en el útero de mi madre. Atrapada. Un habitáculo de techo abovedado, con azulejos en las paredes y techo de piedra, una especie de cueva.

El Minotauro no estaba allí, había huido y el hecho me angustió. Hubiera esperado encontrarlo y que su espada espesa, hundiéndose en la carne, la mía, me proveyera muertes, tamañas y definitivas. Pero el Minotauro no estaba ahí. En el piso, desnudo, estaba el carretel en el que alguna vez se enrrollara el hilo de Ariadna. Lo patié, con fuerza, sí, con resignación, también.

Cuando me recosté en el suelo, después de una hora de dar vueltas en círculos, tocando las paredes, esperando dar con una puerta u orificio de salida, inútilmente, los vi. Pendían del techo. Eran fetos, cientos, miles, o tal vez dos, mellizos, quizas gemelos.

Los vi, recostada boca arriba, como quien se tiende en la noche a ver un cielo estrellado. Eran gusanos en capullo, larvas, orugas, eran murciélagos sin ojos, colgantas en la noche, durmientes sin belleza, misiles cargados de esquirlas, laceraciones y devastación, estlactitas, dagas, la espada del samurai o gotas de agua, cayendo para mojarme, banñarme, cubrirme, ahogarme.

Eran fetos, cientos, miles, o tal vez dos, mellizos, quizás gmelos. Eran el Minotauro, colgando del hilo de Ariadna.

Ayer pasé la noche en el útero de mi madre.

Muerta.

No nata.

Alumbrada.

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