lunes, 25 de julio de 2011

El parto (Serigrafía malograda 4/9)

Los diez sefirot colgaban del árbol como frutos jugosos. Olían a higo, sabían a damasco, chorreaban mieles, pero en realidad eran úteros.

Los contemplé de noche, esa noche fría, los contemplé mientras jugaba con algunas de mis vísceras que andaban a cielo abierto, regocijándose con el aire gélido del otoño, ensayando coreografías y cantos paganos de una época en la que no habían sido concebidas, pero que encontraba registro en las almas errantes de los que nos antecedieron. 

A los úteros con gusto a damasco y olor a higo les chorreaba miel y a mi me recubría una savia amarga que me había alcanzado y que provenía de un bosque que alguna vez habité.

Miré los diez úteros que colgaban del árbol de la vida y me pregunté si su interior estaría tan deseoso, como mis vísceras, de andar a cielo abierto.

Bajé un útero del árbol, me permití arrancarlo, curiosidad tal vez. Lo mordí, pero estaba seco, como un tasajo. Hice lo propio con el resto y todos estaban pasados. Su olor era ficiticio, no sabían a damasco, ni chorreaban mieles, solo atesoraban como producto unas semillas secas, vencidas.

Concluí que de ellos nunca vería elemento capaz de ensayar danzas y cantos paganos a cielo abierto, esos de los que se tenía registro en los ojos velados de los muertos.

Lloré.

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